Ésta es una pregunta
que nos hacemos con frecuencia. Parece que por más que nos esforzamos, nos
cuesta muchísimo entender lo que está pasando por la cabeza del sexo opuesto
cuando hablamos; Las mujeres se quejan de que no las escuchamos, y nosotros a
veces no tenemos ni idea de qué están hablando ellas. ¿Será posible que podamos
entendernos mejor? ¡Claro que sí!, es sólo cuestión de entender cómo la
evolución condicionó nuestros cerebros para la conversación.
Desde hace unos cien
mil años, la estructura cerebral de hombres y mujeres no ha cambiado, pero… ¿Qué
estábamos haciendo exactamente en aquella época tan remota…? fácil: Los hombres
abandonábamos la cueva todos los días para ir a cazar, mientras que nuestras
mujeres se quedaban en ella para la crianza y los quehaceres de… uhm, la
cueva-hogar. Mientras que nosotros debíamos pasar horas en silencio, sentados
sin mover un músculo esperando que alguna presa apareciese, las mujeres
descubrieron que hablar era una excelente forma de relacionarse.
¿De qué
hablaban? ¡De todo lo que se les pueda ocurrir…! pero principalmente notaron
que para poder convivir todo el día en un mismo clan o grupo de familias, era
importante descubrir y fomentar las relaciones entre los diferentes individuos
de las mismas. ¿Ven la diferencia principal? los hombres
permanecíamos en silencio por horas (Si llegábamos a espantar
al antílope, ese día no comía nadie en la familia), y las
mujeres -literalmente- forjaban relaciones a
través de la interacción verbal, conversando todo el día.
Pero las
discrepancias no se quedan ahí: Nuestro silencio como cazadores acompañaba una
profunda concentración: pendientes de la dirección del viento que no nos
delatara, los ojos fijos escrutando la estepa… en el momento que debíamos
arrojar la lanza de manera certera, todo el mundo a nuestro alrededor debía
desaparecer. ¡Enfocarse en la presa era un requisito indispensable para la caza…!
(…mientras tanto, en el hogar-cueva…) Las mujeres tenían docenas de
deberes que hacer a la vez. No sólo conversaban, sino también confeccionaban
prendas, arreglaban el hogar, cocinaban y cuidaban a los pequeños, quién sabe
qué mas cosas… todo a la vez. Segunda gran diferencia.
¿Cuántas veces hemos
escuchado que los hombres sólo podemos hacer una cosa a la vez, mientras que
las mujeres son “multitarea“? Ya sabemos el origen de esta realidad ineludible:
la evolución desarolló nuestras capacidades comunicacionales y
cerebrales de manera diametralmente opuesta.
¿Qué ocurre cuando
ambos sexos tratan de plantearle un problema al otro? En el caso de las
mujeres, generalmente necesitan que las escuchen, no importa
cuántas veces le den vuelta al problema una y otra vez (y lo mezclen con
varias situaciones, personas, otros problemas, anécdotas e incluso datos que
aparentemente no tienen nada que ver).
A los hombres nos cuesta muchísimo
admitir que tenemos un problema (¿Acaso teníamos a quién pedirle ayuda
cuando disparábamos la flecha?) y somos parcos, prácticos y directos en la
búsqueda de una solución. Es por esta razón que nos desespera, por ejemplo, la
forma de comprar de las mujeres: pueden recorrer 30 tiendas de un centro
comercial recordando tallas, modelos, colores, probarse decenas de piezas e
invertir horas mientras deciden qué se comprarán… mientras que nosotros nos
dirigimos cual proverbial flecha directamente a un sólo sitio y detestamos
comparar precios o modelos (a menos claro, que estemos hablando de una
nueva televisión para la sala… donde disfrutaremos de los partidos de fútbol y
las películas de guerra a través de las cuales queremos revivir nuestra época
de “cazadores“, totalmente apartada de nuestra cultura actual.)
El verdadero problema
son nuestras reacciones a esos problemas que nos plantea el sexo opuesto. A las
mujeres les chocan las soluciones parcas y directas que les ofrecemos los
hombres, pues en nuestra practicidad tendemos a “frenar“ la conversación (al
fin y al cabo, si nos están consultando por un problema, es para buscarle una
respuesta concreta, ¿no…?) .
Al romper el flujo de la conversa, ellas se
frustran (y se quejan de que no las escuchamos). De nuestra parte,
obviamente les choca cuando nosotros somos los del problema, pues nos ponemos a
cavilar silenciosamente cual “Pensador de Rodin“, o en el peor de los casos,
cambiando de canal (sí, en la TV nueva de la sala) cada 2 segundos.
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